Mi fe y tu memoria

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Hoy os traemos un maravilloso relato sobre un naufragio de Antonella de Quevedo, una autora novel que reside en Jeréz de la Frontera (Cádiz) y que pronto nos dará mucho que hablar…

Si queréis saber más sobre esta autora pinchad sobre su nombre o uniros a su grupo de Facebook Relatos de Antonella de Quevedo en el que os garantizo que seréis bienvenidos/as.

Muchísimas gracias a Antonella por confiar en nosotras y en Páginas de Chocolate y esperamos que todos disfrutéis de esta historia.

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MI FE Y TU MEMORIA

Caminando sobre la hierba fresca, Rocío cerraba los ojos y respiraba profundo para inspirar hasta la última fragancia de la vegetación que rodeaba el entorno.

El rasgado y desgastado vestido de lino blanco, ocultaba aquel cuerpo deseoso y sensible que necesitaba sentirse liberado y ligero cada mañana. Al abrir los ojos, pudo ver con dificultad cegada por las fuertes ráfagas de luz y atravesó el llano para cobijarse debajo de unos árboles que batían sus ramas en un baile armonioso.

Una isla desierta...

Una isla desierta…

Una roca, rígida y grande pero suave a la vez por su fina cobertura de hierba, le sirvió como punto de descanso. Apoyando las palmas de las manos y echando el cuerpo hacia atrás, volvió a cerrar los ojos para disfrutar del sonido de la naturaleza. Aves, hojas al viento, el sonido de la naturaleza virgen y salvaje…
Se sentía en paz, pura. Tan solo un pequeño vacío le impedía la felicidad plena. Necesitaba a alguien que la hiciera avivar esos recuerdos que un día perdió pero que sin embargo, era consciente de que estaban ahí. Demasiados años sin compartir nada con nadie y una amnesia, tal vez provocada por el gran shock durante y tras el naufragio. De entre todos los animales que convivían en aquella zona de la isla con ella, un pequeño macaco se había vuelto inseparable desde hacía meses. Lo rescató de una trampa que la propia naturaleza había formado con unas lianas enrolladas y desde entonces, algo les unió. Pero cada mañana, caminaba sola y se cobijaba del fuerte sol bajo aquellos árboles, sobre aquella roca vestida de verde.
Algunos días más que otros, sentía la necesidad de su cuerpo. Este era precisamente uno de ellos. Apoyándose solo con una mano en la roca, dejo libre la otra para satisfacer una necesidad que en contra de su voluntad, había aparecido y que reclamaba caricias impaciente. Enrolló el desgastado vestido hasta su cintura y se encontró con su sexo húmedo, sin ropa interior. En el naufragio, sólo pudo salvar el contenido de una maleta con algunas pertenencias, y prefería reservar sus prendas íntimas por temor a quedarse sin ninguna. No sabía cuánto tiempo estaría allí, hasta el momento nadie había acudido en su busca. Cerrando los ojos y presionando su zona sensible y erógena, se mordió y succionó el labio inferior de su boca, imaginando que era un hombre fuerte quien lo hacía. Gemía, sin control, sin ser comedida, no tenía sentido ya que era la única persona que se encontraba en aquella isla de ensueño. Dejando las caricias para centrarse en introducir y sacar con fuerza sus dedos índices y corazón, se deshizo en un orgasmo devastador y gritó desahogando un poco de frustración por la soledad de la que era presa.
Antes no, pero desde hacía un tiempo, tras explotar de placer, solía llorar. La sensación de vacío era más intensa cada vez. Se había propuesto incluso no masturbarse más, pero cuando su cuerpo exigía un poco de atención, no podía evitarlo.

Una náufraga...

Una náufraga…

Se recompuso, tomó aire y anduvo por el camino hacia la orilla, para enjuagarse la mano y su sexo, pero el calor la invitó a quitarse el vestido y zambullirse de pies a cabeza. El mar, con su agua cristalina y salada, ahogaba un poco su malestar. Nadando y braceando, vio llegar a su amigo, el pequeño simio que aguardaba sentado en un árbol.
—Hola Da, buenos días.
Eligió ese nombre para su peludo amigo, sin saber por qué, siguiendo un instinto. Tal vez sería el nombre de alguien importante en su otra vida, de todos modos, ¿qué importancia tenía si no era capaz de recordar?
Justo cuando puso un pie en la tierra mojada, fuera del agua, una silueta masculina salía de entre los árboles. Un hombre alto y moreno se acercaba a la orilla, armado con un arco y unas flechas. Su única indumentaria era un taparrabos confeccionado con grandes hojas. Muerta de miedo y sintiéndose acorralada ante la mirada indescifrable de aquel hombre de piel morena, cubrió su desnudez con las manos y retrocedió unos pasos hasta sumergirse de nuevo en el agua. Para su sorpresa, aquel hombre habló.
—Pero qué ven mis ojos…
Tenía intención de acercarse, estaba rotundamente afectado y la emoción empañaba sus ojos. Pero la respuesta de ella lo detuvo.
—¿Quién eres? Aléjate.
Rocío estaba verdaderamente asustada. Había rezado incansablemente pidiendo que otro humano hiciese acto de presencia en aquella isla solitaria y la salvara. Pero ahora, teniendo a aquel individuo delante, se sentía amenazada, indefensa ante un posible salvaje.
—He llegado esta mañana, conseguí que las olas arrastraran mi destartalada balsa hasta esta isla que atisbé a lo lejos.
Hablaba con una calma que no correspondía con la inquietud y el brillo de sus ojos. Exhausto y perplejo la miraba incrédulo. Por un momento, Rocío pensó que rompería a llorar. Ese hombre estaba conmocionado. Quizás llevaba demasiado tiempo solo, al igual que ella.
— No eres nativo, hablas mi idioma. ¿De dónde eres? —Rocío preguntó algo menos temerosa pero sin salir del agua.
—Soy un náufrago, como tú—contestó dejando escapar una lágrima.
—¿Cómo sabes que soy una náufraga?—preguntó ofendida Rocío fijándose en el azul intenso de los ojos de aquel hombre moreno.
—Lo sé, simplemente lo sé. Mi nombre es David.
—El mío es Rocío, pero insisto, ¿de dónde vienes?
—Llevo años en una isla perdida en medio de la nada, ha sido una proeza llegar hasta aquí. Me costó meses construir una barca a la que aferrarme e intentar salvarme de una muerte por la tristeza que conlleva la soledad. Cuando casi perdí las esperanzas y pensé que moriría a la deriva, atisbé esta isla y sacando fuerzas de donde no las tenía conseguí llegar. Créeme, encontrarte me ha devuelto la vida.
Advirtió que junto a sus pies, un trozo de tela yacía arrugado. Supuso que era el vestido de Rocío y adentrándose en el agua, se lo acercó estirando uno de sus fuertes brazos. Rocío observó más de cerca a aquel hombre. Era bastante alto, de pelo moreno y rizado, musculatura muy pronunciada, pero lo que sin duda le hizo estremecerse, fue el azul de sus ojos y la profundidad de su mirada. Tras entregarle el vestido, el hombre se giró y volvió a salir del agua. Se alejó un poco, para que ella pudiera salir y vestirse sin sentirse intimidada.
— ¿Piensas quedarte? —quiso saber Rocío sintiendo una punzada de calor en su entrepierna al observar con detenimiento su espalda desnuda y ancha y sus glúteos apenas cubiertos.
—No puedo pensar en otra cosa, no tengo elección. Casi me cuesta la vida llegar hasta aquí. Ni loco me embarcaría de nuevo sobre cuatro troncos mal atados quedando a capricho del mar.
Rocío rodeó a aquel hombre, mostrándose menos asustada frente a él. El semblante de David, era extraño. Había reconocido ser un ser civilizado perdido al igual que ella, pero en cambio, aquella indumentaria le sentaba demasiado bien. Se veía de lo más natural y su belleza masculina y salvaje estaba afectando a Rocío. Algo especial había en él, algo que la turbaba y le calaba sin sentido. Por suerte, al menos el miedo se había esfumado.
—Yo he perdido la cuenta exacta, pero he de llevar aquí unos cuatro años —ella había llevado la cuenta haciendo marcas en un tronco según sus menstruaciones, pero no pensaba reconocerle a aquel desconocido el detalle.
—Tu barco naufragó… —afirmó David con tristeza en sus ojos.
—Sí, era un barco, es lo poco que recuerdo. Junto a la orilla, una maleta repleta con algunas de mis pertenencias me sirvieron para conocer algunos detalles de vida que no logro recordar. Ven, te la enseñaré.
Agarrándolo del brazo, lo animó a acompañarla a su refugio. Durante el trayecto, David evitó dar detalles sobre su procedencia, alegando que le resultaba demasiado doloroso recordar. Rocío no insistió. Adentrándose en la isla y atravesando algo de maleza,
arriba, a media altura de un árbol había una cabaña en la que apenas cabía una persona tumbada. David la miró a ella y luego a la pequeña construcción que amenazaba con caerse en cualquier momento.
—¿En serio duermes ahí?
—Siempre, parece frágil, pero no lo es, apuesto lo que quieras a que aguanta tu peso—al referirse a su masa corporal, lo miró traviesa de arriba abajo.
—No creo que sea buena idea, yo también construí una en mi isla, más fuerte y estable. Haré una nueva para los dos —sentenció David y cubriéndose para no dar pruebas videntes de cuanto le atraía aquella mujer de pelo enredado y piernas de infarto.
—¿Una para los dos? —preguntó al mismo tiempo que trepaba por unos troncos torpemente agarrados al árbol.
David la siguió, y una vez llegó al habitáculo, comprobó que no era tan desastroso como parecía desde el suelo. Cabía junto a ella sin problemas, aunque sentados y la distancia entre ambos cuerpos era escandalosamente corta. Un mechón de pelo empapado aún de agua salada caía sobre la frente de Rocío y David, no pudo ni quiso controlar el impulso de apartárselo de la cara. Pero lo hizo sin prisa, sin apuro, recreándose en el gesto y de paso, acariciándole la frente y la mejilla. Se perdieron por un instante el uno en la mirada del otro.
—Rocío, llevo tanto tiempo soñando con… —iba a continuar la frase cuando algo le hizo callar.
—¿Sí? Te entiendo, te has sentido muy solo, como yo…

Un encuentro…

Y tras mirarse de nuevo con intensidad y deseo, los dos, al mismo tiempo, empujados por alguna fuerza extraña, acercaron sus bocas para besarse. Perdidos en medio de la nada, lo único que les importaba era la necesidad de sus cuerpos anhelantes de caricias provenientes de otras manos que no fueran las suyas. Durante años, se habían auto complacido, pensando que jamás volverían a sentir la magia del contacto de una mano extraña, el sabor de otros labios, la invasión de otra lengua. Por ese motivo, entre otros, no pudieron contener el deseo mutuo de saborearse. El beso era desbocado, incluso chocaron los dientes. Luego, cuatro manos intentaban coordinarse para no hacer perder el hilo del beso. Suspiros, jadeos, excitación…hasta que ella le arrancó el taparrabos y se sentó a horcajadas sobre él, deslizando el vestido por encima de la cabeza hasta quitárselo. Como respuesta a aquella visión, el miembro de David palpitó enterrado entre sus labios vaginales húmedos e hinchados y sin darle tiempo a reaccionar, agarró a Rocío por las caderas meciéndola sobre su miembro envenado y suplicante, hasta que con uno de los movimientos, penetró incontrolable, provocando en ambos la total falta de cordura. Rocío notó un ligero dolor, como si volviesen a desquebrajar su himen, pero fue un dolor morbosamente placentero, por lo que en lugar de frenar, aceleró su ritmo. Cabalgando sobre él y besando repetidas veces su boca y su torso, no paró hasta que los dos estallaron en el orgasmo más maravilloso que eran capaces de recordar. De no ser por la estrechez del lugar, hubiesen rodado uno encima del otro.
—Perdí la fe en Dios, pero la acabo de recuperar, Rocío, esto es un verdadero milagro.
Al escuchar su propio nombre pronunciado por David, sintió una fuerte punzada en el pecho. El casi invisible vello de los brazos se le erizó y por un instante, se le nubló la vista. Estaba en estado de shock.
—David, ¿quién eres? —consiguió preguntar Rocío totalmente desconcertada.
Y en una esquina, él abrió la maleta de Rocío con una familiaridad aplastante. Sacó una cartera algo apulgarada e introduciendo sus encallados dedos, sacó de detrás de uno de los compartimentos de la cartera una foto descolorida por la humedad y el paso del tiempo.
— ¿Qué haces? ¿Cómo sabías que tenía ahí una foto? Yo no lo recordaba…

El amor...

El amor verdadero…

David agarró la mano de Rocío, le abrió la palma y colocó sobre ella la foto desgastada. Cuando Rocío se fijó en ella, casi cae desmayada. El retrato era la imagen de un hombre moreno, de pelo rizado e intensos ojos azules. Alzó la vista y siguió viendo en aquel náufrago hasta ahora desconocido, esos mismos ojos de la foto.
— ¿Eres tú? ¡No, no puede ser! ¿Se supone que estoy recuperando parte de mi memoria?
—Sí Rocío, y yo he recuperado parte de mi fe en Dios, porque él me ha devuelto la vida, trayéndome hasta aquí. Creí que te había perdido y me lancé al mar, buscando la muerte. Pero aquí estoy, junto a mi esposa.
—David, sí, eres tú.
Y besando las lágrimas que caían en cascada de sus ojos, dio las gracias a un dios al que consideraba inexistente, por haberla mantenido con vida y haber hecho posible aquel milagro, reencontrarse con su esposa tras el naufragio que sufrieron durante su luna de miel.
Al comprobar que algún fenómeno lo había borrado de su memoria, por miedo, prefirió ser cauto, esperar. Pero Rocío tan sólo necesitó oír su nombre y ver la fotografía que inconscientemente con tanto amor guardaba.
—Ahora sí estoy en el cielo, en el paraíso. Rocío, tú y yo, solos por y para siempre, no necesito nada más. Te amo.

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El relato es propiedad del autor y tanto este blog como sus administradoras no se hacen resposables de lo que en él se contenga.

Las fotos han sido escogidas de Pinterest.

3 comments

  1. Élica Kilian 15 agosto, 2014 at 07:18 Responder

    Para nosotras sí que ha sido un honor Antonella, y a mangurocio decirte que pronto tendrás más noticias de esta escritora. 😉

Nos encanta que nos digáis cosas!!!

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